En una ciudad que podría ser cualquier ciudad, dentro de un bloque de pisos que podría ser cualquier bloque, dos vidas se cruzaban cada noche sin mirarse. Él, chef de batalla, coleccionista de quemaduras en los antebrazos y de turnos partidos imposibles. Ella, Kelly de hotel, experta en cuadrar habitaciones que no cuadran, en dejar todo impecable mientras su propia vida se iba llenando de polvo.
Cada uno sobrevivía el día a su manera. Y cada noche, al volver, llegaban tarde, siempre tarde. Uno con olor a fritanga y frustración, la otra con la espalda doblada y ojeras en los ojos.



Aquella noche coincidieron en la puerta del portal. Raro. Se saludaron con una especie de gesto que podría interpretarse como un “hola”. Entraron en el ascensor. Pulsaron sin hablar. Subir.
A mitad de camino: ¡pum! El ascensor se detuvo como si hubiera decidido que ya estaba bien por hoy. Ni una música de fondo para amenizar. Solo un silencio hostil, y un suspiro de resignación.

Tras una llamada nerviosa desde el teléfono del ascensor —ese que nadie cree que funcione— ocurrió lo inesperado: en un abrir y cerrar de ojos, llegó ella.
El técnico.
Pantalón con bolsillos infinito, sonrisa en la cara. Una especie de heroína del subsuelo. Apareció como si la hubieran invocado y, con movimientos rápidos y sin hacer un drama de nada, abrió la puerta como quien abre una lata.
—“Venga, para arriba” —parecía decir su mirada.
Y arriba fueron. Salieron medio tambaleándose, más por el asombro que por el encierro.

Al día siguiente, salieron de casa rumbo al curro, resignados al bucle. Pero al pasar por el portal, se encontraron con la técnico. Esta vez sin capa, pero con compañero y destornillador. Abrían el corazón del ascensor como cirujanos eléctricos. Cables, placas, guías, motores... Un universo entero ahí dentro, al lado de sus casas, sin que nunca le hubieran prestado atención.

Se quedaron mirando. Como dos turistas delante de una catedral gótica. Era... complejo. Era importante. Era útil.
Y entonces, algo hizo clic. Ella les habló. Nada de frases grandilocuentes, solo una historia sencilla: que empezó en esto porque le gustaban las máquinas y las personas. Que conocía a todo el vecindario. Que cada reparación era una pequeña victoria. Que se sentía bien al final del día.
Les dejó una tarjeta. No con promesas, sino con posibilidades.
Y ahí termina todo. O empieza. Porque meses después, en otro portal, dos personas distintas —uno que antes era chef y otra que antes limpiaba habitaciones— esperaban su turno para hacer prácticas como técnicos de mantenimiento de ascensores. Llevaban el uniforme puesto. El futuro no olía a grasa de cocina ni a desinfectante de baño. Olía a aceite hidráulico, a cableado nuevo, a vida nueva.
Y sonreían. No porque fuera fácil. Sino porque, al fin, subían.

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